jueves, 30 de junio de 2011

L'eclisse


La lógica nos indica que el fin último del amor es recrear la ficción del Uno, del encuentro de dos seres en este utópico camino a la plenitud, que no es otra cosa que esta otra persona sea quien llene nuestro vacío intrínseco. Sin embargo, pocas películas pueden mostrar con maestría la dificultad de la plenitud como las obras de Michelangelo Antonioni. En especial El Eclipse (1962) donde la angustia radica en que los personajes siempre tropiezan con su propio vacío, aislándose en su falta óntica.


La trama nos trae como protagonistas a Vittoria (Monica Vitti), una bella joven pero que tiende a estar sola a pesar de su deseo de encontrar el amor. Hasta podría señalar que se encuentra afligida de existir, es frágil, incapaz de manejar los lazos interpersonales con los otros. O quizá sean estos otros quienes no pueden hacerlo con ella. Luego de terminar una relación, va en busca de su madre a la Bolsa de Valores, donde ésta se encuentra atrapada por esta vorágine de la economía. Allí encuentra a Piero (Alain Delon), un atractivo broker, joven, sagaz en su profesión y exitoso con las mujeres. La relación entre ellos es difícil, parecieran ser de mundos distintos y aislados. Vittoria quiere amarlo. Piero trata de amarla y entenderla. Hacia el final, ambos están juntos, comparten una tarde y parecieran haber encontrado al fin un punto de encuentro. Llega el momento de despedirse y ambos prometen encontrarse pero sus miradas son las que no se encuentran. Miran a otro lado, como mirando su propio vacío, indicando que si bien están juntos, jamás lograron encontrarse. Esa noche, a la hora de la cita, la película nos muestra la ciudad. Un universo inanimado que existe fuera de la pareja, un mundo y realidad que es fuera de ellos y sus experiencias de unicidad. Como dice Julio Cabrera, “un mundo que subsiste sin ellos, pero que, lateralmente, los asfixia”.

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El espacio que nos divide

Es irrelevante (aunque divertido) especular si acudirán a la cita. Lo importante es percatarse como Antonioni construye este espacio del amor como una posibilidad de existencia fuera de la abrumadora realidad del mundo moderno. Amar es estar vivo, es ser pleno mientras este mundo moderno, la tecnología, la economía, cosifican al ser. Por ello no se debe perder de atención no sólo a la Bolsa donde la película incide como el lugar de la vida y excitación (para la madre de Vittoria y para Piero), sino a la misma ciudad y su arquitectura metafísica donde los mismos personajes son elementos de esta composición. El primer encuentro de Vittoria y Piero que se da en la Bolsa, ya nos configura cuál será el destino de la pareja. Ambos hablan separados por una gran columna. Hacia el espectador se construyen dos espacios irreconciliables como luego lo será el beso que ambos se dan separados por un cristal o las miradas que no se cruzan y que apuntan a su propio vacío, a su existencia aislada. Es decir, desde siempre la relación amorosa se encuentra dividida y que explica la imposibilidad de sostener el amor en nuestra vida.



El amor que apunta hacia la plenitud es en el mejor de los casos un anhelo, como dice Cabrera, donde nuestra capacidad para manejar nuestro amor es limitada o fuera de un control consciente. Vittoria lo resume de manera perfecta: “Quisiera no amarte o amarte mucho mejor”. Aunque es inevitable una sensación de pesimismo, especialmente luego de un final donde el espectador no sólo se enfrenta a la nada, tanto de acción (el silencio de esta película es deliciosamente incómodo) como a la frustración de su deseo (que Piero y Vittoria finalmente se vuelvan Uno en el infinito), lo que me deja el cine de Antonioni es un llamado al abrirse a la experiencia del otro. Salir de nuestro ostracismo y dejarnos invadir por esta otra persona que por un efímero instante nos haga sentir vivos. Lo demás no importa.

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Mañana y los días que vendrán...


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